Decía Madame Pompadour que el champagne era el único brebaje que la hacía aparentar más bella. Al parecer las burbujas daban un brillo incomparable a sus ojos y su rostro adquiría una luminosidad especial. Esta sensualidad no solo sedujo al mismísimo Luis XV, sino que la convirtió en la persona más poderosa de Versalles, casi tanto como el Rey Sol.
Ella bautizó la copa bajita y ancha con que se ha bebido el champagne durante siglos (las malas lenguas dicen que exacta reproducción de uno de sus senos), sustituida en estos tiempos modernos por la de flauta (en pro del deleite de burbujas y sabor).

No se si debe embellecer, pero de lo que estoy seguro es que el champagne -sinónimo inigualable de lujo y triunfo- siempre ha estado repleto de magia, de encanto. Desde su polémico descubrimiento (griegos y romanos ya consumían vinos espumantes) por Dom Perignon en la abadía de Hautvilliers, este vino ha despertado pasiones de todo tipo. El zar Pedro I era lo único que bebía y en cantidades que tan solo un ruso de nacimiento podría tolerar; Alejandro Dumas no podía escribir sin una botella de champagne al lado y Marcel Proust elevó su prosa a límites virtuosos al estímulo de la chispeante bebida.

Marilyn Monroe aseguraba bañarse en sus delicadas burbujas para mantener su piel joven y en el famoso ?Nido del Águila?, la fortaleza de Hitler en los Alpes, se encontraron miles de botellas de champagne de las mejores marcas y añadas.
En pleno siglo veintiuno, el ...